lunes, 23 de enero de 2012

Terrorismo nunca más

Me pareció importante publicar algo sobre el tema, debido a la nueva tribuna que están adquiriendo estas personas con la fachada del MOVADEF.


I. El joven de la camisa blanca.
Mi primer recuerdo de un ataque terrorista se aproxima a mis cinco años, una tarde aparentemente tranquila en que paseaba con algunos familiares por el distrito donde vivíamos (y aún vivimos). Yo era pequeña para entender algunas cosas, pero otras las captaba con facilidad. Aquella tarde tranquila empezaron a sonar detonaciones que yo aún no podía identificar por mi corta edad, por lo que tuve que preguntar a la tía que me llevaba de la mano qué era eso que sonaba tan fuerte y seguido. "Son fuegos artificiales", me dijo, pero yo de alguna u otra manera sabía que eso no era cierto, que me mentían porque no querían que tuviera miedo. No sé aún por qué seguíamos caminando en medio de los disparos que se escuchaban en la zona. Eran bastantes y muy fuertes. Es lo que recuerdo antes de lo siguiente que recuerdo haber visto.

Había un grupo de personas rodeando algo al lado de una pared. Yo quería saber qué era, pero no me dejaban porque era muy pequeña. Igual me logré escabullir entre la gente y pude ver la imagen que nunca se me borrará de la cabeza, hasta el día que muera: en el medio de toda esa multitud había un joven, de tez blanca, cabellos castaños, lentes, bien vestido con una corbata que le iba de un lado y una camisa blanca manchada con varios impactos de bala en el pecho. Estaba muerto. Estaba muerto y yo no entendía por qué, pero ahí estaba tirado, al lado de esa pared, en medio de toda esa gente. Hasta la fecha yo estoy convencida de que ello fue producto de un ataque terrorista, pero ese joven murió por motivos que yo desconozco. Murió en la que parecía ser una tarde tranquila, y decidió quedarse pegado en mi memoria, aunque solo lo haya visto un instante porque mi tía me jaló del brazo y me sacó de la multitud. Con eso fue suficiente.

Yo nunca entendía lo que era Sendero Luminoso (SL-PCP) o el MRTA. Nada era conocido, pero mis mayores ya sabían lo que era vivir con terror, lo que era tener miedo de subir a un micro porque no sabías si había una bomba ahí o no. Sabían que las festividades la pasaban a oscuras. Pero yo entonces, solo empezaba a conocer todo ello.


II. Un quince años a oscuras.
Tengo yo una prima que es como mi hermana, ya que nos criamos juntas, y en el año 1992 cumplía 15 años, por lo que mis padres habían decidido hacerle su fiesta. Decidieron hacerla a lo grande un año nuevo de 1992, ahí mismo en nuestra casa, y alistaron todo. Lo único que no alistaron fue un grupo electrógeno, pues una vez más aquella festividad una bomba voló una torre en algún lugar y nos privó de luz en horas de la madrugada, en plena fiesta. El video muestra como todo quedó a oscuras, pero igual la gente se quedó, ya que eran familiares y amigos muy cercanos de mi prima (además de fieles). La fiesta terminó en buenos términos, como la mejor de las venganzas contra ese grupo encargado del terror.

Recuerdo que fueron muchas noches aquellas en que teníamos la casa a oscuras. Y yo sufría de un miedo innato a la oscuridad, por lo que me causaba mucho miedo quedarme a oscuras, iluminada por un par de velas instaladas en cada uno de los cuartos de la casa donde aún vivimos. Tenía que estar acompañaba o con una luz al costado para no morir de miedo, pero este era inevitable. Mi consuelo era saber que pronto llegaría el día y que todo terminaría, por eso no decía nada, me quedaba tranquila con mi familia y pasándola todos juntos. Era eso lo que causaban también los terroristas, el drama de la oscuridad, esperar en silencio a que todo terminara. Pero no puedo evitar describir la fascinación que sentía entonces que sentía al ver como la calle se transformaba con las formas, sombras y luces que en ella emergían. La gente caminando en grupo comprando velas o baterías para las linternas. Todo se hacía enorme entonces, todo era de algún modo, además de atemorizante, maravilloso.

Conforme fui creciendo, los apagones disminuyeron hasta ya casi no existir. Las noches ahora permanecen iluminadas y bulliciosas, con risas, gritos, bocinas, motores, música, y todo eso que los terroristas le quitaron a una generación por culpa de una estúpida insanía.


III. ¿Quién es ese pobre señor?
En estos momentos debo de hacer un mea culpa: cuando atraparon a Abimael en el año 1992, yo no tenía ni la menor idea quién era ese sujeto. Recuerdo perfectamente cuando a mis seis años sacaron la cortina que cubría la caja donde se encontraba encerrado uno de los responsables de los tantos atentados de Lima y provincia. El culpable de la muerte de tantos héroes, personas notables, civiles, militares y policías. Ahí estaba, gritando, moviéndose, como un león que se considera el rey de la selva aún estando encerrado. No se rendía, creía que podrían sacarlo y volvería a lo mismo. Pero ahí se quedó, se quedó envejeciendo, volviéndose loco con todo lo que alguna vez quiso ser, y que gracias a Dios y varios valientes, nunca logró.

Pero entonces, para mí no era el responsable del terror. Yo no entendía aún muy bien todo lo que había ocurrido en aquellos años, pero con el tiempo iría analizándolo hasta finalmente sacar las conclusiones que llevo en la mente. Para mí, Abimael era entonces un "pobre señor", alguien que me daba pena, al ver encerrado con un patético traje a rayas. Sentí lástima, quería escribirle una carta, porque creía que a pesar de ser un criminal, podría encontrar arrepentimiento en su encierro. Diecinueve años después, pienso totalmente distinto a aquella vez: Abimael merece estar encerrado, merece esos muros que nunca dejarán de rodearlo. La desgracia que causó debe quedársele en la memoria, para que en algún momento tome conciencia de todo ello, y la culpa lo vuelva loco, tan loco que desee morir. Que desee morir rápido, como lo desearon sus víctimas.


IV. Humo en la noche.
Una noche me disponía a dormir con mi mamá, ya eran más de las nueve de la noche. Como las noches en las que parece ingresar el terror, esta era una noche de lo más tranquila. Mi madre y yo, ya echadas en la cama, estábamos bien y tranquilas. Entonces un estruendo rompió la tranquilidad, nos hizo gritar y sacudió la casa que menos mal quedó en su sitio. Una bomba había estallado a solo una cuadra de mi casa, volando la que entonces era la municipalidad distrital, en represalia por la lucha anti terrorista que ahí se llevaba a cabo. Salí por la ventana para ver qué era lo que pasaba afuera y encontré que no había absolutamente nadie en la calle.

La calle estaba desierta. No había un alma, tan solo un rastro enorme de humo blanco que cruzaba la calle desde mi extremo derecho hacia el otro lado, caminando en silencio y avanzando rápido en medio de la pista y la vereda.

Entonces, pude ver como un montón de gente comenzó a correr en la misma dirección del desplazamiento del humo, alejándose del lugar del atentado, vi una mujer que corría con cartera en mano, varias personas, no eran muchas. Recuerdo que un transporte público se detuvo en la esquina y todos sus ocupantes corrieron en la dirección contraria: no podían, ni querían cruzar el humo. Y eso fue todo para mí. Me quedé en cama luego de eso y no vi más. No tengo forma de saber si hubo muertos aquella noche, o si SL-PCP o el MRTA fue el responsable de lo que ocurrió. Esa noche se me quedó pegada en mi interior, y fue ese recuerdo el que me hizo saber después que en una guerra no son los civiles los que deben de morir, y tampoco mujeres o niños, u hombres jóvenes como aquel de la camisa blanca tirado en una calle lejana en mi memoria. Lo que ocurrió aquella noche a una cuadra de mi casa, así como en muchas calles del país, fue un demencial acto de terrorismo.


V. La película cortada.
Era martes. Una noche de diciembre de 1996, y como se habían acabado ya las clases de ese año, yo tenía permiso para quedarme levantada un poco más de mis horas de dormir. Aquella noche pasaban una película interesante en Frecuencia Latina - canal 2, y la veía echada desde la cama de mis padres. Solo estaba el fulgor de la enorme televisión de mi papá, iluminando todo el cuarto. Yo estaba atenta a la televisión y a la película, cuando de repente esta fue interrumpida por un anuncio urgente de noticias.

Lo que la cámara captaba aún no está muy claro para mí. Recuerdo tan solo la narración de la asustada periodista: habían tomado la residencia del embajador japonés, un grupo de hombres armados se metieron a una fiesta, irrumpieron con todo, y tenían como rehenes a los invitados. La periodista narraba hechos que marcarían en la historia como un episodio clave en el terrorismo, y yo solo me preocupaba porque mi película continuara. Pero la película no continuó y la transmisión quedó en vivo en la residencia del embajador japonés (que entonces entendí no era lo mismo que la embajada per se). Como la película no continuó, yo me fui a dormir. Era la noche, aparentemente tranquila, de un martes, un martes de vacaciones.

Al día siguiente, todos los canales de televisión no hacían más que enfocar la puerta de la residencia. Aunque no se moviera siquiera una hoja, la cámara seguía atentísima a la bendita puerta. Para mí era un día muy aburrido, pero con el tiempo iría entendiendo qué era todo eso, que significaba esa gente, y qué significaba el hecho.

Con el paso del tiempo, nuevas palabras y nombres llegaron a mi vocabulario: MRTA, rehenes, terrorismo, Néstor Cerpa Cartolini, "El Árabe", Morihisa Ahoki, Francisco Tudela, el Arzobispo Cipriani. Lo que hizo estos hechos, no fue solo abrir un nuevo capítulo en la historia anti terrorista del Perú, sino que además me hizo finalmente tomar conciencia de todo lo que había vivido en mis escasos diez años. Entendí entonces lo que era el terrorismo, vi los especiales que pasaban sobre el terror en el Perú, como la pequeña esponja de conocimientos que siempre he sido, me informé de todo lo posible. Finalmente lo sabía, sabía qué era todo eso que había vivido y lo repudié con toda mi alma, repudié el odio, el terror, la violencia, el caos, la muerte y el dolor que ese grupo le habían traído a mi patria, a mi tierra. Entendí que todo eso jamás debía de regresar y que esto que ocurría sería lo último que harían estos señores en mi país. El terrorismo nunca más tendría parte en la historia de nuestras vidas.

Muchas veces, durante esos cuatro meses, pedí a Dios que liberara a todos los rehenes con vida. Poco a poco muchos de ellos fueron saliendo, hasta que quedaron los 72 que fueron rescatados en abril de 1997. Y esa tarde de abril la recuerdo casi con detalle.

Estaba de nuevo en la misma habitación donde había visto la toma de los rehenes, cuando interrumpieron la programación habitual. Una explosión había ocurrido en la residencia y yo me llené de un pensamiento terrible "están matando a los rehenes". Mi hermano mayor, Jumy, que ese día debía de irse a la universidad, entró al cuarto y estuvimos viendo la televisión juntos, y también con mi prima menor que entonces tenía un año y algo más. Vimos como los comandos entraron a la embajada y sacaron a los rehenes en una operación que fue entonces considerada la más exitosa de la historia (y tengo entendido que todavía lo sigue siendo). Vi toda la transmisión, lo que fue aquella tarde para todos: ver al terrorismo morir frente a nosotros, y pensar en todos los que murieron frente a nosotros por culpa del terrorismo. Probablemente muchos sintieron alegría esa tarde, venganzas finalmente saciadas. Yo pensaba, además de la alegría de ver a los rehenes liberados, en las jóvenes de 16 años que estaban como terroristas dentro de la embajada y que habían encontrado muerte, igual que dos comandos y que un rehén.

Luego del luto, vino el orgullo: el terrorismo moría. A nadie le importó entonces cómo, pero el terrorismo finalmente salía de nuestras vidas, a donde nunca debió de llegar. Para nadie, ni para la mujer en la residencia más fina de Lima, hasta la mujer más humilde que llora la muerte de su esposo y de sus animales de granja a manos de un grupo de personas que pensaron igual que Mao Zedong "el poder está en el fusil", pero que se equivocaron, y que ahora representan vergüenza para sus familias y para la tierra que cubre el cuerpo de muchos de ellos.


VI. Recuerdos varios.
Mi madre estaba regresando a su pueblo natal, en la sierra norteña, cuando pudo ver una bandera roja con una hoz y un martillo en lo alto del asta de la plaza mayor. Ella sabía que lo que pensaba podía costarle la vida, pero sabía que si no lo hacía se arrepentiría por su propia cobardía. Ella quería enfrentar a esos que sembraban el caos entonces por la sierra del norte, del centro y del sur. Caminó sin prisa hacia la plaza mayor y cuando estuvo al lado del asta mayor, usó la cuerda de esta para sacar la bandera. Ella no iba a permitir que SL-PCP tomara su pueblo, y no lo tomó. Ella no lo permitió.

Mi padre solía andar armado en esas épocas, dado que la zona donde vivíamos era considerada "zona roja" por los constantes ataques terroristas. Una noche un coche bomba, de muchos, explotó, pero esta vez al frente de mi casa, en la esquina del colegio nacional que hasta el día de hoy sigue ahí. Mi padre tomó su arma, y a pesar de estar en interiores, se fue corriendo hacia el frente, buscando ayudar a los policías que habían volado. Encontró el patrullero y encontró a un policía, pero este ya estaba muerto producto de la explosión. Tuvo que regresar. Pero armado, siempre armado, y con el arma cargada y el permiso respectivo. No quería arriesgar ni su vida, ni la nuestra. Y ese no sería el primer ni el último ataque de los "terrucos" en nuestra zona. Hubieron muchos. Pero de ellos queda solo el recuerdo.

Mi abuela iba en un vehículo público que recorría el campo, allá en la misma sierra donde mi madre luego bajaría una bandera del comunismo, cuando alguien detuvo el vehículo. Hombres armados se subieron al transporte e hicieron una inspección. Pero ella sabía que no eran militares, no llevaban uniformes y (según recuerdo de su relato) llevaban el rostro cubierto. Mi abuela comenzó a temblar, y uno de ellos la vio como la mujer de edad que entonces ya era y le dijo que no se preocupara, que a ella no le iban a hacer nada. Se calmó. A ella no le hicieron nada, y a la fecha vive en mi casa tranquilamente pero a muchas personas, a muchas abuelas, no les dejaron de hacer algo, y las aniquilaron de la peor manera: machete, arma de fuego, cuerda, no importaba. Muchas no llegaron ni siquiera a ser abuelas.


* * *

La otra noche le comentaba a mi madre la importancia de educar a los más jovenes en mi casa, con el fin de que sepan lo que fue SL-PCP, el MRTA y la época que vivimos. Pero ella se negó, y no fue por necedad, sino que pude reconocer el terror en su mirada. Ella ya no es la mujer joven que bajó una bandera en su tierra, sino que ahora en su madurez ha sabido reconocer el verdadero terror de entonces, e igual yo. Con la escasa experiencia que he tenido, tiemblo al pensar en la vuelta del terrorismo, en que gente a la que quiero se vería en peligro producto... ¿producto de qué?, ¿la lucha de clases?, ¿la injusticia?, ¿la libertad? Si tú eres un joven menor de 20 años y crees que los terroristas luchaban por la igualdad, la libertad y la fraternidad, cual revolucionarios franceses, estás más que equivocado. Pregúntale a tus padres qué fue exactamente lo que vivieron, y reconocerás en sus ojos el mismo terror que vi en los ojos de mi madre hace unos días. Y ahí tendrás tu respuesta: fue el más puro terror.

¡Terrorismo, nunca más!

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